el dolor nos desnuda
La primera prenda que nos arrebata la muerte es el “adiós”.
No poder mirarlo o mirarla a la cara y decirle, por lo menos, un “hasta luego”,
“me gustó vivir contigo” o lo que sea. Ese deseo queda reprimido en nuestro
corazón, en nuestras emociones o en algún lado de nuestras almas. Si solo
hubiera podido decirle “adiós”. Una palabra cargada de esperanza, porque “adiós”
significa “al paraíso”, o a un lugar mejor, o por lo menos a un descanso debajo
de la tierra que tanto te cansó. Una palabra cargada de emociones que traspasan
nuestro corazón, porque significa que ya no pasaremos tiempo juntos, que todo
lo construido se abandonará, que todo lo logrado perderá sentido.
“Adiós”, una palabra que la muerte nos obliga a
pronunciar, o al menos eso es lo que pensamos. Algunos me han explicado que la
muerte no obliga a decir “adiós” sino “hasta luego”. Y eso me consuela porque no estoy
preparado, aún, para decir adiós”.
Otra de las prendas que nos saca la muerte es el llanto. La
muerte es una atrevida que, poco a poco, en el silencio de la habitación o en
medio del tumulto, nos saca todo aquello que llevamos dentro. No es respetuosa
en este aspecto, pero sabe, como vieja sabia, que no podemos vivir o seguir
adelante con eso que guardamos. Nos quedamos estancados en el lodo de la vida
si eso no sale. Por esto mismo, ella trabaja para que todo salga a flote, para
limpiar esa infección que puede destruirnos. La muerte busca sacar el dolor, la
angustia y la tristeza por medio del llanto, los gritos al cielo y las
preguntas existenciales. La muerte, en este aspecto, usa a Dios como chivo
expiatorio. Por eso, casi siempre le echamos la culpa al Cielo por lo que nos pasa en la Tierra.
Los judíos, en la antigüedad, tenían una costumbre en los
momentos de duelo. Ellos buscaban expresar el dolor interior por medio de las
expresiones exteriores. Por esto, cuando alguien moría se rompían las ropas, se echaban cenizas,
se rasuraban el cabello y permanecían
con la cara en el suelo llorando por las personas que ya no estaban. El llanto
era sanador, liberador y renovador.
La muerte viene a decirnos que es tiempo de llorar, de estar
tristes y de lamentarnos por el tiempo perdido. Pero también nos desafía a que
pasemos la tormenta recordando vívidamente a los muertos y nos empuja a
revalorizar nuestras relaciones con los vivos. El llanto es una de las formas
que la muerte tiene para desnudarnos. Una desnudez necesaria y terapéutica.
Recordemos que el llanto es una muestra de cuánto dolor nos causa despedirnos.
El llanto es una de las sendas que nos lleva hacia el intrincado destino del “adiós”.
Formamos parte de una sociedad donde se cree en la capacidad
de frenar el tiempo en apariencias, donde las manecillas del reloj vital buscan
detenerse para no enfrentarse a la adultez, porque no es popular ser maduro o porque
no queremos crecer. En medio de una generación Peter Pan que
desea vivir siempre en el mundo de Nunca Jamás, la muerte es una presencia
amenazante, el capitán Garfio de la vida. Busca atraparnos y echarnos hacia el
lugar donde el tiempo corre, se desarrolla y llega a su fin. La muerte es el
fin del tic tac del reloj vital. Moriré, morirás, morirá, moriremos, morirán; siniestra conjugación que enaltece
la función de la imprudente. Pero, como decía antes, la muerte viene a decirnos
que el rey está desnudo, que no tiene ningún traje excepcional y que es
ridículo evitar pensar que el tiempo pasa. Que no le creamos a los terroristas
del tiempo o a los capitalistas del eterno presente. La muerte nos dice la
verdad y nos expone. Esa verdad es que el tiempo corre para todos, sin
distinción de clase social, etnia o religión. Todos nos debemos adecuar a la
realidad que nos dice que el reloj vivencial tiene baterías para seguir adelante y que no es posible pararlo, por lo
menos desde nuestra finitud.
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