Bendita felicidad



No permitas que tu felicidad dependa
de algo que puedas perder.
C.S. Lewis

Hay momentos en la vida en los que pensamos que perderemos todo. Una relación que parecía que iba a durar por siempre, nos deja. El trabajo que creíamos el mejor, el más cómodo y mejor pago, nos olvida. Esa ciudad que contenía nuestras mayores riquezas en experiencias, en relaciones, en amigos, un día nos despide. Nos preguntamos qué hacer en medio de la dolorosa sensación de haber perdido todo, de no saber hacia dónde ir, de la maldita incertidumbre.

Hay personas dotadas de una maravillosa osadía en la vida que tienen un optimismo que no es común. Cuando uno tiene cerca personas con esta energía es imposible no salir adelante: si uno no puede, ellos te empujan. Lo complejo es estar solo y con el men­tón en el suelo. Esa situación donde la soledad pesa, nos aprisiona y nos hace explotar en llanto. Ella está diciéndonos que lo que hemos perdido tenía valor y que no era algo pasajero, sino que teníamos las fuerzas, el amor y las ganas de seguir sosteniendo lo insostenible, aun poniendo como precio nuestra felicidad. Pero la vida es justa y nos reclama que la vivamos.

Paul Watzlawick, en su obra El arte de amargarse la vida, afirma que la felicidad no puede definirse y que vivir una serie de jornadas de felicidad permanen­temente es insoportable, porque de seguro vendrán los días complicados para avisarnos que dejemos la ilusión de un vida de felicidad lineal. El autor opina que si eso se lograra seríamos los más desdichados negadores de la vida misma. Watzlawick comparte una metáfora que puede ayudarnos a comprender por qué es insoportable la felicidad:

Nuestros primos de sangre caliente del reino animal no son más afortunados que nosotros; basta ver los efectos mons­truosos de la vida en el zoológico: a esas soberbias criaturas se las protege contra el hambre, el peligro, la enfermedad (incluso contra la caries dental), y se las convierte en el equivalente de las personas neuróticas y psicóticas.

    Creo que tenemos una felicidad humana muy frá­gil, que ha sido construida sobre nuestros propios deseos quebradizos, cambiantes y contradictorios. De hecho, creo que la felicidad fue organizada, pen­sada e institucionalizada por otros, por el poder de los que deciden sobre nuestras conciencias. «Cuan­do tengas esto, serás feliz», «Cuando te cases, serás feliz», «Cuando tengas una trabajo estable, serás feliz», «Cuando tengas hijos, serás feliz», «Cuando compres tu casa propia, serás feliz», «Cuando te jubi­les, serás feliz», «Cuando tengas nietos, serás feliz», «Cuando te mueras serás, finalmente, feliz». Y ella, la zorra de la felicidad, se escurre de nuestras manos. Se presenta en momentos para hacerse visible, grande y con un perfil alto. Luego se va sin avisar: la desgra­ciada se desprende del corazón donde anidó unos pocos días y se marcha. Es entonces donde comenzamos nuevamente la inter­minable y cíclica bús­queda de la felicidad. Parece que ella se nie­ga a ser domesticada. Ella no es un lugar en el que uno permanece sino una aventurera a la que hay que disfru­tar cuando nos visita.

Hace unos días estuve buscando en las redes so­ciales las expresiones de felicidad de la gente. Viajes, autos, hijos, esposos, bodas, comida, acciones benéfi­cas, expresiones religiosas: todo tan poco eterno, tan endeble, tan débil. Sé que no puedo pensar en una receta para lograr la felicidad. Ella es libre y quiere liberarnos de ella misma.

¿Corres detrás de la felicidad? Libérate de ella y bé­sala de vez en cuando, sin presionarla con la idea de quedarse para siempre. Ella no es un estado, es un mo­mento. Ella desea que cuando esté contigo la disfrutes al máximo, pero que sepas de antemano que la cosa no es para siempre, que un día se retirará. Te levan­tarás por la mañana y ella ya no estará allí. La bus­carás de nuevo con desesperación, deseando tenerla, hacerla una propiedad. Pero ella no es de aquí. La creemos encarnada, sostenida, introducida en las co­sas y en las personas que nos rodean; sin embargo, la traviesa vuela, no se materializa, se nos escapa a los seres humanos.

Duda de los que dicen que la felici­dad es esto o aquello. Padres, profesores, predicadores, políti­cos o tú mismo pue­den mentir y crear su propio concepto de felicidad. Ella se ríe a carcajadas de los que quieren definirla, etiquetarla o concep­tualizarla. Algunos hasta han querido estudiarla. Estúpidos humanos tratando de lidiar con lo que no nos pertenece.



Paul Watzlawick relata una historia que refleja lo que hacemos cada vez que buscamos la felicidad.

Un borracho está buscando afanosamente bajo un farol. Se acerca un policía y le pregunta qué ha perdido. El hombre responde: «La llave». Los dos hombres buscan la llave. Al fin, el policía pregunta al hombre si está seguro de haber perdido la llave precisamente ahí. El hombre responde: «No, aquí no, allí detrás, pero allí está demasiado oscuro».

    Un aspirante a una vida amargada, afirma el autor, tiene al menos dos características. La primera es bus­car la felicidad donde no está: nos aferramos a per­sonas, cosas, lugares y creemos que allí está la llave de la felicidad. Empeñamos nuestros días, fuerzas y dinero para encontrarla en el sitio equivocado. Qui­zás en un pasado estuvo allí, pero ya no. La segunda característica se desprende de la primera: aferrarse al glorioso pasado donde estuvimos felices. Fami­lia, ciudad, sentimientos, amores, relaciones: todos fueron puestos en nuestro imaginario de oasis. Pero fue un error, porque la felicidad es libre, no es algo portátil que puedo llevar a todos lados. Ella no se queda, ella corre, se libera y se va con otro. Nuestro problema es que eternizamos en la tierra todas las cosas: todo tiene que durar para siempre y cuando no es así padecemos, nos angustiamos y nuestro pe­cho explota al reconocerse vacío o, mejor dicho, lleno de expectativas inventadas.


Somos tan particulares los humanos que hasta creemos que podemos contener la felicidad como si fuésemos un barril o un depósito. A su vez, tenemos la pedantería de pensar que podemos hacer felices a otros. La felicidad de otro no es igual a la mía, por lo tanto, la única persona que puede buscarla es uno mismo. Pretender hacer felices a los demás es encade­narse en una misión imposible, desgastante y hasta inservible. Cada uno tiene su propia construcción de la felicidad. A mí me fascina correr, pero cuando in­vito a mi hijo a hacerlo juntos, él me mira con esa hermosa y sincera cara de «es una porquería correr, prefiero andar en bicicleta». Hijo, te agradezco por no dejarte manipular por mi concepto de felicidad.


Ser homogeneizados en esta búsqueda de la fe­licidad es algo que ha hecho ricos a muchos. Desde las publicidades de viajes donde te dicen que esa es la única forma de ser feliz, los comerciantes de auto­móviles que sostienen con vehemencia que conducir tal modelo hará que tus sentidos se abran a una nue­va dimensión de la felicidad, hasta los bienintencio­nados predicadores de la felicidad que sacan libros cada seis meses afirmando que ahora sí lo lograre­mos. Comprar todos sus libros puede llegar a impli­car su felicidad, pero no necesariamente la nuestra.


Permíteme contarte algo. Hace unos días me en­contré con el diario personal de Frida Kahlo, una pin­tora y poetisa mexicana que me cautiva. Casada con el célebre muralista mexicano Diego Rivera, su vida estuvo marcada por el infortunio de contraer polio­mielitis y después por un grave accidente en su juven­tud que la mantuvo postrada en cama durante largos períodos, por lo que llegó a someterse a 32 interven­ciones quirúrgicas. Muchos dirían que no fue feliz: sus tragedias fueron constantes, su esposo era un patán y parecía que la vida estaba empecinada con ella.


En un recorrido por su diario íntimo pude ver sus concepciones de la felicidad. Por momentos pensaba que era todo aquello que no tenía. «Si tuviera esto, sería feliz». Y la felicidad se le escapó. Luego, en una segunda etapa de su búsqueda, percibo que deseaba hacer feliz a su esposo. En una sección del diario se puede leer:

Nadie sabrá jamás cómo quiero a Diego. No quiero que nada lo hiera. Que nada lo moleste y le quite energía que él nece­site para vivir.
Si yo tuviera salud quisiera dársela toda, si tuviera juven­tud toda la podría tomar.

Con el tiempo, Frida entiende que no puede hacer feliz a Diego porque nadie tiene ese atributo. Los amantes negadores de la triste realidad afirman «él me hace feliz». Por eso el amor que hemos construi­do los seres humanos duele tanto, porque le hemos puesto una pizca (o toneladas) de «promesas de fe­licidad». Me da pena decir que nos hemos mentido. No hacemos felices a nadie, solo a nosotros mismos cuando nos movemos en busca de esa traviesa feli­cidad. Nadie que esté estático conseguirá conocerla verdaderamente. Sal de este lugar y ve a tal otro pare­ce una metáfora constante en los seres humanos. Un lugar puede ser el paraíso por un tiempo, pero lue­go puede convertirse en una pesadilla infernal. Re­cuerdo un pueblo llamado Israel que llegó a Egipto en busca de la felicidad. Al principio la encontraron, pero no percibieron cuando ella se fue y comenzaron a tener una vida desdichada. Ellos pensaban que el lugar era un depósito de felicidad, pero no fue así y tuvieron que salir.


La poetisa y artista finalmente se dio cuenta de que la felicidad no era tener esto o aquello. Tampo­co era prometer al otro hacerlo feliz, sino que en su cuerpo pudo visualizar lo que realmente era la feli­cidad (para ella, por supuesto). En sus años de ma­trimonio, de búsqueda sexual, de querer ser madre y de pasar adversidades, logró encontrarse con ella, la poco dócil felicidad.


En julio de 1953, estando en Cuernavaca, Frida realiza una entrada en su diario llamado Puntos de apoyo. Allí escribe:


En mi figura completa solo hay uno; y quiero dos.
Para tener yo los dos me tienen que cortar uno.
Es el uno que no tengo el que tengo que tener.
¡Para poder caminar el otro será casi muerto!
A mí, las alas me sobran. Que las corten ¡y a volar!
Pies, para qué los quiero si tengo alas para volar.

Frida se refiere aquí a su pierna derecha; fue una expresión producto del dolor que sentía. El estado de la pierna empeoró y se agudizaron los dolores, por lo que tuvo que ser amputada. Pero ella contrapone dos imágenes que pueden servirnos para comprender dónde debemos buscar la felicidad: las piernas y las alas.

Unas para caminar sobre la tierra, para experimentar lo sensible, lo tangible, lo que es materiali­zado. Lo corpóreo, el contenido, la tenencia. Lo que puede comprarse, adquirirse en el centro comercial. La salud, el trabajo y la familia. Las otras, para reco­rrer espacios que no conocemos, allí donde está «la llave» que buscaba el borracho: en lo inmaterial, en lo invisible que no podemos percibir, pero sí podemos experimentar. Esa sonrisa que nos alegra el corazón, ese sol que nos saluda, esa planta que creció sin nuestra atención, ese beso que se nos roba pero que disfrutamos, esa sensación de que todo está fuera de nuestro control, ese momento en que estiramos los pies sin que las preocupaciones nos invadan, ese helado que se introduce en nuestro estómago pasando con mucho placer por nuestros labios. Estos mo­mentos son tentadores para que la felicidad se haga presente, se siente con nosotros por un rato y en el momento en que nos demos cuenta de que está allí, desaparezca. Mientras más la busquemos, menos la veremos. Por lo pronto, si te encuentras con ella, disfrútala y dile que venga a visitarme más seguido.



La felicidad es como una mariposa. Cuanto más la persigues, más huye. Pero si vuelves la atención hacia otras cosas, ella viene y suavemente se posa en tu hombro. La felicidad no es una posada en el camino, sino una forma de caminar por la vida.

Viktor Frankl




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